La zarza ardiente

por el P. Ramiro Pellitero
Inst. Sup. de Cs. Religiosas
Universidad de Navarra
(
http://www.religionconfidencial.com


La herencia judía –configurada por el Dios vivo–, el alma rusa –transida de cristianismo y de vitalidad–, la historia europea del siglo XX y la cultura occidental –con sus avances y paradojas–, la nostalgia de la niñez y de las tradiciones populares, el sentido profundo de los símbolos, el dominio de la fantasía surrealista, una llamativa capacidad para observar el mundo como una vidriera de intensos y vivos colores. Todo eso se junta en la obra de Marc Chagall (1887-1985), pintor francés, de origen bielorruso, cuyo verdadero nombre era Moishe Shagal.

En el museo nacional de Niza que lleva su nombre, Chagall tiene una colección denominada “mensaje bíblico”. Uno de sus cuadros, de fondo azulado oscuro, representa el encuentro de Moisés con la zarza ardiente, en el monte Horeb. Allí le habla “El que es” para convocarle a su misión de pastor y liberador de su pueblo. Moisés, ataviado con una túnica blanca, está de rodillas, descalzo, adorando el fuego que sale de la zarza. De su cabeza brotan los haces de la luz que –según el libro del Éxodo– llenaba su rostro, por haber hablado con Dios. Sobre la zarza, un ángel en el centro de un círculo coloreado de amarillo, rosa y rojo, corona la escena, como intermediario entre la llamada de Moisés, a la derecha, y la ejecución de su misión, del otro lado: Moisés de nuevo, con la faz de un amarillo resplandeciente, con un manto largo que representa –¡allí están todos ellos diminutamente constituyendo ese manto!– la multitud del Pueblo de Israel atravesando el Mar Rojo a la salida de Egipto, siguiendo a Moisés que camina hacia las tablas de la Ley.

Cualquiera que haya oído hablar de esa escena y la contemple ahora así, necesita el silencio para observar y escuchar (“lo que hemos visto y oído”, dice San Juan en su Evangelio) un mensaje que, en perspectiva cristiana tiene a Jesús por centro. Él es “el nuevo Moisés”, dice once veces Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret”. En efecto, Jesús es el que habla cara a cara siempre con Dios; el que libera a la humanidad definitivamente; el que le da el “pan del cielo” (la Eucaristía) que la alimenta por el desierto de la vida; el que calma su sed con el “agua viva” (la gracia), que surge de esa roca que es la fidelidad de Dios a sus promesas, encarnadas en Cristo. Cristo nos entrega además el nuevo Decálogo de los Mandamientos, no sólo como resumen de la Ley Natural, sino perfeccionado con las Bienaventuranzas, que son el vivo retrato suyo y del cristiano.

Si ya el encuentro con las personas, decía Congar, es un gran misterio, cuánto más los encuentros de cada uno con Dios, antes o después, siempre en toda vida. ¿Cómo se inscriben en sus designios de salvación? ¿Qué papel ocupan en esos designios? ¿Cómo de esos encuentros –de la llamada interior que un alma experimenta, quizá desde niño o en sus años jóvenes, o de repente en una edad avanzada– depende tal vez el destino de otros muchos? ¿Cómo el fuego del Amor –el Espíritu Santo– se las arregla para llamarnos la atención, como a Moisés, y decirnos que sí, que Dios cuenta con nosotros de modo personalísimo, y que en el concierto inmenso de la historia espera que suene nuestra melodía cuando toque –si queremos, claro está–?

Especialmente la cuaresma es tiempo de vigilancia, de estar alerta, con la oración y la justicia, que es consecuencia de la oración, porque es dar “a cada uno lo suyo” en el sentido más profundo. Primero dar “lo suyo” a Dios: el amor, el respeto, la adoración. Y dar a los demás también lo suyo, que seguro tiene que ver con lo “nuestro”, con lo de Dios y lo de todos. Pues, como predicaba Josemaría Escrivá, “todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina”.

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