Turín, c. 1866
Entre las audiencias que San Juan Bosco concedió durante su estada en París, hay una que es de especial mención.
Una tarde, un anciano de noble aspecto, aunque sombrío y altivo, pidió ver a Don Bosco negándose a dar su nombre. Introducido en la antesala, esperó tres largas horas mientras llegaba su turno y entró a las once de la noche en la estancia del humilde sacerdote.
Parecía que aquel anciano considerase al siervo de Dios como un hombre extraordinario y no quisiese ser reconocido por él. Contempló un instante a aquel hombre cuyo nombre iba de boca en boca, reconoció en él a un hombre sencillo, humilde, dócil, a uno de esos hombres que se posesionan fácilmente de los corazones.
Sus primeras palabras a Don Bosco fueron:
-No os extrañéis, señor, que os diga que soy un incrédulo, y que no doy, por consiguiente, la menor fe a los milagros que de vos se cuentan.
Don Bosco dio al forastero una de esas miradas que penetran hasta el fondo del alma, y que atan con vínculos indisolubles. Luego respondió dulcemente:
-Ignoro a quién tengo el honor de hablar y no intento saberlo. Os aseguro que no procuraré haceros creer lo que no queréis admitir, ni os trataré temas de religión, si eso no es de vuestro agrado. Con todo, decidme: ¿habéis pensado del mismo modo toda vuestra vida?
-En la infancia mis creencias eran las de mis padres y amigos; pero desde que pude razonar, dejé a un lado la religión para vivir como un filósofo.
-¿Qué entendéis por estas palabras: vivir como un filósofo?
-Llevar una vida feliz, sin preocuparse de lo sobrenatural, ni de la vida futura, medio de que los sacerdotes se sirven para intimidar a las gentes sencillas y poco instruidas.
-¿Y qué admitís respecto de la vida futura?
-No perdamos tiempo en tratar esta cuestión: hablaré de la vida futura cuando me encuentre en lo futuro.
-Veo que os chanceáis. Pero tened la bondad de escucharme. En cualquier día os puede sobrevenir una enfermedad imprevista.
-Sin duda, respondió el caballero, tanto más que a mi edad, uno está expuesto a mil enfermedades.
Una tarde, un anciano de noble aspecto, aunque sombrío y altivo, pidió ver a Don Bosco negándose a dar su nombre. Introducido en la antesala, esperó tres largas horas mientras llegaba su turno y entró a las once de la noche en la estancia del humilde sacerdote.
Parecía que aquel anciano considerase al siervo de Dios como un hombre extraordinario y no quisiese ser reconocido por él. Contempló un instante a aquel hombre cuyo nombre iba de boca en boca, reconoció en él a un hombre sencillo, humilde, dócil, a uno de esos hombres que se posesionan fácilmente de los corazones.
Sus primeras palabras a Don Bosco fueron:
-No os extrañéis, señor, que os diga que soy un incrédulo, y que no doy, por consiguiente, la menor fe a los milagros que de vos se cuentan.
Don Bosco dio al forastero una de esas miradas que penetran hasta el fondo del alma, y que atan con vínculos indisolubles. Luego respondió dulcemente:
-Ignoro a quién tengo el honor de hablar y no intento saberlo. Os aseguro que no procuraré haceros creer lo que no queréis admitir, ni os trataré temas de religión, si eso no es de vuestro agrado. Con todo, decidme: ¿habéis pensado del mismo modo toda vuestra vida?
-En la infancia mis creencias eran las de mis padres y amigos; pero desde que pude razonar, dejé a un lado la religión para vivir como un filósofo.
-¿Qué entendéis por estas palabras: vivir como un filósofo?
-Llevar una vida feliz, sin preocuparse de lo sobrenatural, ni de la vida futura, medio de que los sacerdotes se sirven para intimidar a las gentes sencillas y poco instruidas.
-¿Y qué admitís respecto de la vida futura?
-No perdamos tiempo en tratar esta cuestión: hablaré de la vida futura cuando me encuentre en lo futuro.
-Veo que os chanceáis. Pero tened la bondad de escucharme. En cualquier día os puede sobrevenir una enfermedad imprevista.
-Sin duda, respondió el caballero, tanto más que a mi edad, uno está expuesto a mil enfermedades.
-Y estas enfermedades, ¿no podrían llevaros a la tumba?
-Es inevitable, como que nadie está dispensado de pagar tributo a la muerte.
-Es inevitable, como que nadie está dispensado de pagar tributo a la muerte.
-Y cuado os encontréis en grave peligro de la vida, cuando veáis inminente la hora de pasar del tempo a la eternidad…
-Procuraré que no decaiga mi espíritu, para ser filósofo y no creer en lo sobrenatural.
-Procuraré que no decaiga mi espíritu, para ser filósofo y no creer en lo sobrenatural.
-Y ¿qué os impedirá, al menos entonces, pensar en la inmortalidad de vuestra alma y en vuestra religión?
-Nada; pero sería una debilidad de la cual no quiero dar ninguna muestra, porque me pondría en ridículo ante mis amigos.
-Nada; pero sería una debilidad de la cual no quiero dar ninguna muestra, porque me pondría en ridículo ante mis amigos.
-Sin embargo, al despediros del mundo, nada os costaría recapacitar y devolver la paz a vuestra conciencia.
-Sin duda, pero no creo necesario rebajarme hasta ese punto.
-Sin duda, pero no creo necesario rebajarme hasta ese punto.
-Si tal es vuestro ánimo, ¿qué queréis entonces? Pronto no os pertenecerá el presente; de lo futuro rehusáis que os hable. ¿Qué esperanza os queda?
El desconocido inclinó reflexivamente la cabeza, permaneció un instante en silencio y luego prosiguió diciendo Don Bosco:
-Os es necesario pensar en el porvenir. Aún os restan algunos días de vida; si los aprovecháis para volver al seno de la Iglesia e implorar la misericordia de Dios, seréis salvo, y salvo para siempre. En caso contrario moriréis como incrédulo réprobo, y todo concluirá para vos. Os hablaré aún más claro. No os queda sino este terrible dilema: o la nada, según vuestra opinión, o un eterno suplicio según la mía y la de todo el mundo.
-En vuestro lenguaje yo no veo religión ni filosofía, sino una palabra afectuosa que no rehúso escuchar. Ninguno de mis amigos bien versados en filosofía, han resuelto aún este problema: eternidad desgraciada o nada. Dos ideas igualmente terribles. Meditaré en lo que me habéis dicho, y si me lo permitís, volveré a veros.
Después de algunas palabras más, aquel señor estrechó la mano de Don Bosco, le dio una tarjeta y se retiró. Don Bosco leyó entonces el nombre de la visita: VICTOR HUGO. Era el famoso poeta y novelista, que a la sazón tenía 81 años.
Al día siguiente a la misma hora, Víctor Hugo volvió. Un misterioso hechizo lo arrastraba, contra su voluntad, hacia Don Bosco, a quien asió la mano, y estrechándosela afectuosamente le dijo:
-Ya no soy el mismo de otro día. Me he chanceado al presentarme como incrédulo. Yo soy Víctor Hugo y os ruego que seáis mi amigo. Creo en la inmortalidad del alma, creo en Dios y espero morir en brazos de un sacerdote católico que recomiende mi alma al Creador.
A los pocos días salió San Juan Bosco de París, y Víctor Hugo no pudo verle más, como lo hubiera deseado.
El desconocido inclinó reflexivamente la cabeza, permaneció un instante en silencio y luego prosiguió diciendo Don Bosco:
-Os es necesario pensar en el porvenir. Aún os restan algunos días de vida; si los aprovecháis para volver al seno de la Iglesia e implorar la misericordia de Dios, seréis salvo, y salvo para siempre. En caso contrario moriréis como incrédulo réprobo, y todo concluirá para vos. Os hablaré aún más claro. No os queda sino este terrible dilema: o la nada, según vuestra opinión, o un eterno suplicio según la mía y la de todo el mundo.
-En vuestro lenguaje yo no veo religión ni filosofía, sino una palabra afectuosa que no rehúso escuchar. Ninguno de mis amigos bien versados en filosofía, han resuelto aún este problema: eternidad desgraciada o nada. Dos ideas igualmente terribles. Meditaré en lo que me habéis dicho, y si me lo permitís, volveré a veros.
Después de algunas palabras más, aquel señor estrechó la mano de Don Bosco, le dio una tarjeta y se retiró. Don Bosco leyó entonces el nombre de la visita: VICTOR HUGO. Era el famoso poeta y novelista, que a la sazón tenía 81 años.
Al día siguiente a la misma hora, Víctor Hugo volvió. Un misterioso hechizo lo arrastraba, contra su voluntad, hacia Don Bosco, a quien asió la mano, y estrechándosela afectuosamente le dijo:
-Ya no soy el mismo de otro día. Me he chanceado al presentarme como incrédulo. Yo soy Víctor Hugo y os ruego que seáis mi amigo. Creo en la inmortalidad del alma, creo en Dios y espero morir en brazos de un sacerdote católico que recomiende mi alma al Creador.
A los pocos días salió San Juan Bosco de París, y Víctor Hugo no pudo verle más, como lo hubiera deseado.
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