Era una tarde del año 1825; volvía Juan de Butigliera, alegre aldea próxima a Becchi. Había ido sólo con el piadoso fin de asistir a una Misión que allí se daba, para disponer a los fieles a lucrar el Jubileo del Año Santo, concedido por León XII y extendido ya al orbe católico.
Su porte era grave y sereno; su compostura y recogimiento, llamaron poderosamente la atención de un sacerdote que le seguía: Don José Calosso, capellán a la sazón de la aldea de Murialdo. El sacerdote, haciendo al niño señal de que se le acercara, le preguntó quién era, de dónde venía y por qué siendo de tan corta edad acudía a los sermones de la Misión, añadiendo:
—Seguramente tu madre te habría hecho una plática mejor y más adecuada a tu edad y condición.
Juanito afirmó que, en efecto, las pláticas de su madre eran muy provechosas, pero que a él le agradaba oír a los misioneros; a los cuales entendía perfectamente, y para demostrarlo fue repitiendo al sacerdote, casi literalmente, los sermones oídos punto por punto.
Maravillado el virtuoso capellán de las dotes de ingenio del pequeño, le preguntó emocionado:
—¿Te gustaría estudiar?
—¡Mucho! —replicó Juanito—. Pero no puedo.
—¿Quién te lo impide?
—Mi hermano Antonio, pues dice que estudiar es perder el tiempo; que es mejor que me dedique a las faenas del campo.
—¿Y tú, para qué querrías estudiar?
—Para llegar a ser sacerdote.
—¿Y para qué deseas ser sacerdote?
—Para poder instruir a muchos de mis compañeros que no son malos, pero que llegarán a serlo si nadie se ocupa de ellos.
Don Calosso, conmovido ante semejante manera de razonar, tomó bajo su protección al niño, dándole clase durante los inviernos de 1827 y 1828.
Mas una mañana de otoño de 1830, mientras Juan se encontraba en su aldea nativa visitando a su madre, recibe aviso de volver rápidamente a Murialdo, pues su buen maestro Don Calosso, atacado repentinamente de enfermedad mortal, le llama con urgencia. Voló Juan al lado de su bienhechor, al que encontró desgraciadamente en el lecho, perdido ya el uso de la palabra.
El moribundo pudo reconocer al amado discípulo a quien hizo señal de aproximarse, y haciendo un esfuerzo supremo le consignó una llave que guardaba debajo de la almohada, señalando a la vez la mesa de su escritorio. El discípulo tomó la llave, se arrodilló junto al lecho de su bienhechor y allí permaneció afligido y suplicante hasta que el maestro, el amigo de su alma hubo espirado, sin haber podido articular palabra.
Muerto Don Calosso, llegaron los sobrinos; Juan les entregó la llave recibida de su maestro diciendo:
—Vuestro tío me entregó esta llave indicándome que no se la diera a nadie. Varias personas me aseguran que es mío cuanto bajo ella se contiene, pero Don Calosso nada me dijo expresamente. Prefiero mi pobreza a ser causa de disgustos. Ellos tomaron la llave y cuanto bajo ella había.
La muerte del bienhechor fue un verdadero desastre para Juan. Amaba a Don Calosso tiernamente. Su recuerdo quedó grabado para siempre en su alma, dejando consignados estos sentimientos en sus Memorias con estas palabras:
«Siempre he rogado a Dios por este bienhechor mío, y, mientras viva, no dejaré de rezar por él».
Su porte era grave y sereno; su compostura y recogimiento, llamaron poderosamente la atención de un sacerdote que le seguía: Don José Calosso, capellán a la sazón de la aldea de Murialdo. El sacerdote, haciendo al niño señal de que se le acercara, le preguntó quién era, de dónde venía y por qué siendo de tan corta edad acudía a los sermones de la Misión, añadiendo:
—Seguramente tu madre te habría hecho una plática mejor y más adecuada a tu edad y condición.
Juanito afirmó que, en efecto, las pláticas de su madre eran muy provechosas, pero que a él le agradaba oír a los misioneros; a los cuales entendía perfectamente, y para demostrarlo fue repitiendo al sacerdote, casi literalmente, los sermones oídos punto por punto.
Maravillado el virtuoso capellán de las dotes de ingenio del pequeño, le preguntó emocionado:
—¿Te gustaría estudiar?
—¡Mucho! —replicó Juanito—. Pero no puedo.
—¿Quién te lo impide?
—Mi hermano Antonio, pues dice que estudiar es perder el tiempo; que es mejor que me dedique a las faenas del campo.
—¿Y tú, para qué querrías estudiar?
—Para llegar a ser sacerdote.
—¿Y para qué deseas ser sacerdote?
—Para poder instruir a muchos de mis compañeros que no son malos, pero que llegarán a serlo si nadie se ocupa de ellos.
Don Calosso, conmovido ante semejante manera de razonar, tomó bajo su protección al niño, dándole clase durante los inviernos de 1827 y 1828.
Mas una mañana de otoño de 1830, mientras Juan se encontraba en su aldea nativa visitando a su madre, recibe aviso de volver rápidamente a Murialdo, pues su buen maestro Don Calosso, atacado repentinamente de enfermedad mortal, le llama con urgencia. Voló Juan al lado de su bienhechor, al que encontró desgraciadamente en el lecho, perdido ya el uso de la palabra.
El moribundo pudo reconocer al amado discípulo a quien hizo señal de aproximarse, y haciendo un esfuerzo supremo le consignó una llave que guardaba debajo de la almohada, señalando a la vez la mesa de su escritorio. El discípulo tomó la llave, se arrodilló junto al lecho de su bienhechor y allí permaneció afligido y suplicante hasta que el maestro, el amigo de su alma hubo espirado, sin haber podido articular palabra.
Muerto Don Calosso, llegaron los sobrinos; Juan les entregó la llave recibida de su maestro diciendo:
—Vuestro tío me entregó esta llave indicándome que no se la diera a nadie. Varias personas me aseguran que es mío cuanto bajo ella se contiene, pero Don Calosso nada me dijo expresamente. Prefiero mi pobreza a ser causa de disgustos. Ellos tomaron la llave y cuanto bajo ella había.
La muerte del bienhechor fue un verdadero desastre para Juan. Amaba a Don Calosso tiernamente. Su recuerdo quedó grabado para siempre en su alma, dejando consignados estos sentimientos en sus Memorias con estas palabras:
«Siempre he rogado a Dios por este bienhechor mío, y, mientras viva, no dejaré de rezar por él».
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